Reflexión primera del Santo Evangelio: Lc 9,28b-36:
La transfiguración
a casa
II DOMINGO DE CUARESMA. 24 de Febrero del 2013. 2º semana del
Salterio. (Ciclo C) TIEMPO DE CUARESMA. AÑO DE LA FE. SS. Etelberto cf, Modesto ob, Pedro Palatino mr. Beatos Ascensión Nicol vg, Ciriaco Mº Sancha ob. .
Santoral Latinoamericano Sergio.
Como en los otros evangelios sinópticos, también en el de Lucas la trasfiguración está en relación con
los acontecimientos precedentes (vv. 18-27). Son los mismos hechos, pero se relatan con una perspectiva
particular que ayuda a profundizar en su significado. Jesús sube al monte con los tres discípulos
privilegiados “para orar” (v. 28). También los acontecimientos precedentes estaban enmarcados en la
oración de Jesús “aparte” con los suyos. Después de orar, el Maestro había preguntado a los discípulos
para saber hasta qué punto habían comprendido su identidad y enseñarles lo referente a ello. Ahora en la
oración ofrece la confirmación extraordinaria a su palabra: el coloquio orante con el Padre transfigura
a Jesús y su aspecto es “otro”. Su resplandor hace que lo reconozcamos como el Hijo del hombre
profetizado y esperado.
Moisés y Elías, la Ley y los Profetas son los testimonios de la veracidad del evento. Hablan con Jesús
de su éxodo: como los dos grandes reveladores de Dios, también Jesús está llamado a “salir”, a pasar
decididamente unos límites. Para él será el límite extremo, el de la vida terrena. Un sopor se apodera
de los discípulos, como sucederá en Getsemaní: el hombre no puede soportar el peso de lo divino en sus
manifestaciones, sean de gloria o de sufrimiento.
La nube que cubre con su sombra a los presentes indica que Jesús es el cumplimiento de la historia y los
ritos de Israel: ahora es él la tienda del encuentro de Dios con el hombre. La voz divina desde la nube
lo proclama Hijo elegido: es el título del Siervo de Yavé en Is 42,1, título atribuido al Hijo del
hombre en la apocalíptica judía contemporánea a Jesús. Así es como el Padre testimonia la identidad y
misión de Cristo, mandando que lo escuchemos.
Cuando se desvanece la visión, Jesús se queda solo con los suyos. De nuevo el camino de la fe, una fe
que nace de la escucha-obediencia (Rom 10,17) y se lleva a la práctica en la fidelidad del seguimiento.
La Palabra del Señor hace que tengamos fija la mirada en la meta de nuestra peregrinación humana:
nuestra verdadera patria está en el cielo; hacia allí debemos orientar el corazón y dirigir
resueltamente los pasos de nuestro camino empedrado con las opciones cotidianas.
Cada día el Señor nos saca de nuestras falsas seguridades, en las que en vano buscamos tranquilidad y
satisfacción; como a Abrahán, como a Israel, también a nosotros nos dice: “Te he sacado para darte... “.
Y él promete a nuestra fe una recompensa inmensa si aceptamos vivir en un éxodo constante, una aventura
nunca acabada aquí abajo, que nos exige siempre nuevas separaciones y desapegos para seguir la llamada
del Señor a gustar desde ahora lo que nos promete.
Cristo viene a abrirnos el camino y hoy nos deja entrever lo que será el cumplimiento en su faz
transfigurada por la oración. Hechos hijos de Dios en la sangre del Hijo amado, debemos llegar a ser día
tras día lo que ya somos, escuchando su Palabra, obedeciendo su voz, prolongando la oración para entrar
en comunión vital con él. En su luz veremos la luz; fiémonos con corazón sencillo de su guía. Él conoce
el camino que nos llevará a la vida y no nos dejará desfallecer en el camino hasta que, de éxodo en
éxodo, lleguemos a la Jerusalén eterna, patria de todos, y seamos admitidos, por pura gracia, a la
comunión del amor trinitario.
Reflexión segunda del Santo Evangelio: Lc 9,28b-36: La transfiguración
En las tentaciones (4,1-13), Jesús —que acababa de experimentar la revelación acaecida después
de su bautismo y que estaba lleno del Espíritu Santo— confirma su condición de Hijo de Dios mediante su
fidelidad a Dios. En la Transfiguración está en juego otro desafío —la pasión y muerte de Jesús— y aquí
son los discípulos los que reciben del Padre la revelación de que Jesús es su Hijo. Este toma consigo
sólo a tres discípulos y con ellos asciende a lo alto del monte. De nuevo lo encontramos en oración.
Con Moisés y Elías, que aparecen en gloria, él habla de lo que le sucederá en Jerusalén. Los discípulos
quieren fijar la visión. Pero Dios Padre les hará saber que Jesús es su Hijo y que ellos, lejos de
conformarse con verlo, han de escucharlo.
Jesús toma consigo sólo a Pedro, a Juan y a Santiago. Estos discípulos han participado ya en la pesca
milagrosa (5,10) y sólo ellos han podido entrar con Jesús en la casa de Jairo, siendo así testigos
directos de la resurrección de la hija del jefe de la sinagoga (8,51). Jesús se sabe enviado a todo el
pueblo de Israel y a todos los hombres (cf. 2,30-32; 4,24-27; 24,47), pero no se dirige a todos al mismo
tiempo y de la misma manera. Escoge a los Doce, para darles una formación especial y enviarlos después
(6,12-16). Sólo a los discípulos les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (9,20); y tras la
respuesta de Pedro, les obliga al silencio. Sólo a los discípulos comunica Jesús su camino hacia la
pasión, muerte y resurrección (9,22.44; 17,25; 18,31-34). Finalmente, sólo a ellos se manifiesta
resucitado (24,13-53). Este comportamiento de Jesús permite comprender que en su obra no cabe un simple
conocimiento externo, una sensación momentánea o un entusiasmo superficial y pasajero. Jesús pide toda
la persona. Sabe acoger su mensaje y seguirlo sólo el que está dispuesto a emprender un camino largo y
fatigoso para conocerle a él en su realidad más profunda y decidirse por él en la fe. La obra de Jesús
no busca un éxito rápido y de amplias dimensiones. El objetivo último que persigue es la gran comunidad
de aquellos que creen en él. Pero se dirige a las personas concretas, las interpela y las hace avanzar.
Incluso cuando habla a la gran muchedumbre, Jesús se dirige a personas y pretende que cada uno se
esfuerce personalmente en conocerlo y decidirse por él.
Jesús sube a la montaña para orar, para dirigirse al Padre con todo su ser en la soledad y el sosiego.
Mientras está así en comunión con Dios, él aparece en su gloria, habla con Moisés y Elías y es revelado
por el Padre. El evangelio de Lucas presenta con especial frecuencia a Jesús en oración. Mientras Jesús
está orando después de su bautismo —es la primera vez que Lucas menciona explícitamente la oración de
Jesús—, el Padre se dirige a él como a su Hijo, manifestando así la clave de toda su actuación
(3,21-22). Lo que Jesús vive en la oración, lo que es fundamento y contenido de su oración, se
manifiesta en esta revelación, podríamos decir, hacia el exterior. Jesús se retira en oración cuando los
hombres, de todas las partes, quieren acudir a él (5,16). Todas las demás circunstancias en las que
Lucas menciona la oración de Jesús tienen que ver con los discípulos. El hecho de que Jesús busque una
relación consciente y viva con el Padre, para dirigirse después a los discípulos, muestra la importancia
que estos tienen para él y el interés por hacerlos entrar en el misterio profundo de su persona, en su
relación con el Padre. Jesús transcurre toda una noche en oración y después escoge a los doce apóstoles
(6,12). Ora en la soledad y después plantea a sus discípulos la pregunta decisiva sobre lo que han
comprendido de su persona, anunciándoles seguidamente su camino hacia la muerte y la resurrección
(9,18-22). La oración sobre el monte de la transfiguración y su relación con los discípulos nos es ya
conocida (9,28-29). La siguiente vez que Jesús aparece rezando, uno de sus discípulos queda tan
impresionado de su oración que le hace esta petición: «Señor, enséñanos a orar» (11,1). Jesús les enseña
a dirigirse a Aquel que está en el centro de su vida y de su oración: Dios Padre (11,1-4). La última
oración de Jesús, en el huerto de los Olivos, se centra, como el coloquio de Jesús con Moisés y Elías,
en su pasión y su muerte (22,41-44). También aquí los discípulos duermen. Jesús les exhorta: «Orad, para
no caer en tentación» (22,40.46), y les ofrece el ejemplo de su propia oración. Así, pues, la oración de
Jesús en la Transfiguración no es algo insólito. Al contrario, pertenece a la esencia misma de su
persona y al modo de relacionarse con sus discípulos.
El rostro y los vestidos de Jesús se transforman, asumiendo una blancura resplandeciente. Jesús aparece
en su gloria celeste. Después se dice de los tres discípulos que «vieron su gloria» (9,32). De esta
gloria se hablará en otro pasaje, a propósito de la venida del Hijo del hombre, cuando se manifestará a
todos en su realidad definitiva, en su realidad divina (21,27). Ahora Jesús aparece sólo
provisionalmente en la gloria, en esa gloria en la que entrará a través de su pasión (24,26). Los
discípulos pueden intuir así lo que él quiere decir cuando habla de su resurrección (9,22).
Pero estrechamente unidas a la gloria de Jesús están su pasión y su muerte. Con Moisés y Elías, Jesús
habla del final que le aguarda en Jerusalén. Moisés es el gran legislador, a través del cual reveló Dios
su voluntad (cf. 2,22; 5,14). Elías es el gran profeta, en quien se ha inspirado la obra de Juan
Bautista (1,17) y en quien el pueblo piensa cuando intenta comprender la persona de Jesús (9,8.19). El
deseo principal del Resucitado será, no obstante, abrir los ojos de sus discípulos y mostrarles que todo
lo que le ha sucedido y que tan profundamente les ha impactado había sido ya escrito «por Moisés y por
todos los profetas» (24,27; cf. 24,44). El Resucitado subraya enérgicamente que entre la historia de la
salvación anterior a él (Moisés y Elías) y su propio camino no hay contradicción alguna. Al contrario,
la historia de la salvación es llevada adelante de modo coherente con el camino que él ha recorrido. El
mismo deseo se expresa, antes de los acontecimientos, en el coloquio de Jesús transfigurado con Moisés y
Elías. Jesús y su destino no son algo extraño a la historia de Dios con el pueblo de Israel, sino algo
que, preparado por esa historia, la lleva a su plenitud.
Sólo hacia el final de la Transfiguración aparecen los discípulos despiertos y activos. Con su
propuesta, Pedro pretende probablemente fijar de modo permanente esa condición de Jesús transfigurado;
conseguiría así que el anuncio de la pasión y muerte de Jesús no llegara a efecto (9,22). Pero el mismo
Dios hace saber a los tres discípulos lo que han de hacer. La voz de Dios había hablado, tras el
bautismo, al propio Jesús (3,22). Ahora habla a los discípulos. Pedro había reconocido ya a Jesús como
el Cristo de Dios (9,20). Por encima de esto, Dios mismo les dice que Jesús es el Hijo de Dios. Esta
revelación ha de invadir todo su ser, y en ningún momento han de olvidarla. Suceda lo que suceda, Jesús
es y seguirá siendo el Hijo de Dios, vinculado siempre a Dios del modo más íntimo posible. Esta es la
razón por la que los discípulos deben escucharle sin reservas, creer en él, dejarse guiar por él. La
visión que se les ha concedido en la Transfiguración, pasa. La escucha y la fe han de permanecer
siempre.
Reflexión tercera del Santo Evangelio: Lc 9,28b-36: La transfiguración
La liturgia nos propone este domingo como primera lectura el relato de la alianza de Dios con Abrahán;
la segunda lectura nos habla de la espera de Jesucristo como nuestro salvador; el evangelio es el de la
Transfiguración.
La alianza de Dios con Abrahán es un paso fundamental en el proyecto de Dios. Es Dios quien se liga a
una persona y a una familia y quien hace promesas maravillosas. Le dice a Abrahán: «Mira al cielo,
cuenta las estrellas si puedes. —Y añadió: —Así será tu descendencia» Abrahán acogió con fe esta
promesa: «Abrán creyó al Señor y se le contó en su haber».
Dios añade, a continuación, otra promesa, la promesa de la tierra «A tus descendientes les daré esta
tierra, desde el río de Egipto al Gran Río».
Esta alianza es únicamente el primer paso en el proyecto de Dios. La nueva alianza será mucho más
generosa, porque en ella nos dará a su propio Hijo. Por parte de Dios no era posible establecer con
nosotros un vínculo más profundo, más fuerte, más perfecto que éste. Jesús es el Hijo de Dios —como
vemos en la Transfiguración y, al mismo tiempo, es descendiente de Abrahán. Por consiguiente en él se
cumple la promesa hecha a Abrahán.
La Transfiguración es un episodio importante del Evangelio: un episodio que viene detrás de la primera
predicción de la pasión y qué revela el ser profundo de Jesús; un episodio que prepara a los apóstoles
para superar el escándalo de la cruz y para comprender la gloria de la resurrección.
Leemos en el evangelio de Lucas: «Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña,
para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos».
Jesús se une al Padre en la oración, y esta unión se manifiesta con la Transfiguración en la que Jesús
se vuelve glorioso, resplandeciente.
Ahora bien, esta glorificación tiene una relación con todo el plan de Dios. Afirma el evangelista: «De
repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su
muerte, que iba a consumar en Jerusalén». De este modo se expresa la relación entre la Transfiguración y
la pasión de Jesús. Moisés y Elías hablan de la pasión de Jesús; la Transfiguración tiene un vínculo muy
estrecho con ella.
Dios se manifiesta en la Transfiguración de una manera semejante a la de otros episodios en los que los
protagonistas son precisamente Moisés y Elías. Se cuenta en el Antiguo Testamento que Moisés había
subido al monte —del mismo modo que Jesús sube al monte de la Transfiguración— y le había pedido al
Padre que se revelara a él: «¡Muéstrame tu Gloria!» (Éxodo 33,18). Pero Dios le respondió que no podía
hacerlo, porque no hubiera podido sobrevivir a una experiencia tan fuerte como la de ver la santidad de
Dios. Un pobre mortal no puede contemplar la santidad de Dios. Por eso el Señor se limitó a pasar,
proclamando su nombre, y Moisés sólo pudo verlo de espaldas. Moisés sólo pudo obtener así una revelación
imperfecta de Dios.
Además de esta revelación, Moisés recibió de Dios la misión de comunicar la ley al pueblo judío. Dios
dio a conocer su ley sobre el monte Sinaí.
Elías tuvo una experiencia análoga. Perseguido por la reina Jezabel por haber vencido y matado a los
profetas de Baal, fue invitado por Dios, mientras huía, a subir al monte. En él tuvo una revelación,
que, sin embargo, fue diferente de la de Moisés en el monte Sinaí. Se levantó un viento impetuoso, pero
Dios no estaba en el viento. Después vino un terremoto, pero Dios no estaba en el terremoto. Después un
fuego, pero Dios no estaba en el fuego. Al final, Dios se reveló al profeta en el murmullo de una suave
brisa, como en una revelación íntima.
Y también Elías recibió de Dios una misión: la de ungir al rey de Arán, al rey de Israel y consagrar a
Eliseo como profeta.
También nosotros recibimos una revelación de Dios y una misión en el episodio de la Transfiguración.
Esta vez la revelación no tiene lugar de espaldas, como en el caso de Moisés, sino en un rostro, el de
Jesús. El rostro humano de Jesús manifiesta la gloria divina, cambia de aspecto. Se trata de una visión
extraordinaria, una visión que impresiona a Pedro y a los otros dos apóstoles.
Nosotros nos alegramos, porque ahora tenemos la revelación de Dios en un rostro que se puede contemplar.
Podemos pensar asimismo en tantos y tantos artistas que han intentado contemplar el rostro de Cristo,
que se han esforzado por expresar su belleza, su extraordinaria dignidad, su majestad y también su
bondad.
Dios se revela en el rostro de Cristo. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre», dice Jesús en el
evangelio de Juan (14,9). Nosotros estamos invitados a contemplar la belleza y la grandeza de Dios en el
rostro de Jesús.
La misión que recibimos de Dios se resume en una sola palabra: «Escuchadle». Ahora ya no se trata de una
serie de mandamientos que debamos observar, sino de una relación con una persona. Los cristianos tienen
como ley al mismo Cristo, deben escucharle. Y si escuchan a Cristo en la oración, en la búsqueda de su
voluntad, entonces escuchan a Dios. La ley del cristiano es una ley de libertad, porque es una ley de
amor, y el amor existe sólo allí donde hay libertad.
Jesús prepara de este modo a sus apóstoles para superar el escándalo de la cruz, recibiendo por
anticipado la revelación de la gloria filial de Jesús. Y quedan preparados para interpretar bien la
resurrección, no como algo sucedido a un simple hombre, sino como la manifestación de la gloria que
Jesús tenía ya antes de la creación del mundo.
Jesús afirma en el Evangelio: «Ahora tú, Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti
antes de que hubiera mundo» (Juan 17,5). La persona de Jesús, ya antes de la fundación del mundo, era la
persona del Hijo de Dios —del «Verbo de Dios», como le llama el prólogo de Juan—, que ha bajado del
cielo, se ha inclinado sobre nuestra miseria, a fin de transformarla y llevarla al esplendor de Dios. La
resurrección manifiesta la gloria divina que el Hijo de Dios tenía desde la eternidad.
Pablo habla en la segunda lectura de nuestra transfiguración. Afirma que «nosotros somos ciudadanos del
cielo, de donde aguar damos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde
según el modelo de su condición gloriosa». Estamos destinados a ser transfigurados. De ahí que la
Transfiguración de Jesús sea también la revelación y la anticipación de nuestro destino.
Nuestra transfiguración empieza aquí abajo, en la tierra. No es un acontecimiento remitido únicamente a
la parusía del Señor, sino un acontecimiento que actúa ya en nuestra existencia terrena. El que es fiel
a Cristo, el que ora, el que busca la voluntad de Dios, se va transfigurando poco a poco.
Esto podemos vislumbrarlo sobre todo en el rostro de los santos. El Cura de Ars, por ejemplo, tenía un
aspecto normal, sin ninguna belleza particular; pero su vida espiritual y apostólica hizo que su rostro
se transfigurara, que se volviera luminoso, capaz de atraer a la gente. La suya no era una belleza
humana, sino una belleza divina, una belleza que penetraba todo su ser humano. Y lo mismo podríamos
decir de muchos otros santos. .
Reflexión cuarta del Santo Evangelio: Lc 9,28b-36: La transfiguración
Dos observaciones literarias pueden ayudarnos a comprender el significado de la transfiguración
en la vida de Jesús y en la trama del evangelio de Marcos. Este episodio (9, 2-13) está colocado
intencionadamente entre la primera y la segunda predicción de la pasión. Y los diversos detalles de la
narración (el vocabulario, las imágenes, las referencias al Antiguo Testamento) demuestran que pertenece
al género epifánico-apocalíptico: intenta ser una revelación dirigida a los discípulos, revelación que
tiene como objeto el significado profundo y escondido de la persona de Jesús y de su "camino".
Algunos elementos, como la nube y la voz celestial, la presencia de Moisés y de Elías, evocan la
presencia en el Sinaí. Con esto se quiere afirmar que Jesús es el "nuevo Moisés", que en él llegan a su
cumplimiento las esperanzas, la alianza y la ley.
Otros elementos, como la transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre
del profeta Daniel, glorioso y vencedor, y parecen ser un anticipo de la resurrección: intentan
revelarnos el significado escondido de la vida de Jesús, su destino personal.
Jesús, el que camina hacia la cruz, es realmente el Señor. En este camino hacia la cruz es donde hay que
insistir ante todo. Precisamente en este Jesús que marcha hacia la cruz es donde encontramos el
cumplimiento de todas las esperanzas. Y es precisamente este camino mesiánico el que encierra un
significado pascual. Y todo esto con una indicación: el género epifánico-apocalíptico al que pertenece
nuestro relato no se limita a revelar el futuro, a señalar la conclusión inesperada de lo que ahora está
sucediendo; pretende más bien manifestar el significado profundo que la realidad tiene ya ahora, un
significado escondido que no descubre la mayoría y que las apariencias parecen desmentir. De esta forma
la transfiguración se convierte en la revelación no sólo de lo que será Jesús después de la cruz, sino
lo que él es a lo largo del viaje hacia Jerusalén. Es ésta una clave que nos permite captar la verdadera
naturaleza de Jesús detrás de lo que podríamos llamar su realidad fenoménica.
Pero la transfiguración no tiene sólo un significado cristológico. En la intención de Marcos asume un
papel importante también en la experiencia de fe del discípulo. Los discípulos han comprendido que Jesús
es el Mesías y están ya convencidos de que su camino conduce a la cruz; pero no llegan a comprender que
la cruz esconde la gloria. A este propósito tienen necesidad de una experiencia, aunque sea fugaz y
provisional: tienen necesidad de que se descorra un poco el velo. Y éste es el significado de la
transfiguración en la vida de fe del discípulo: es una verificación. Dios les concede a los discípulos,
por un instante, contemplar la gloria del Hijo, anticipar la pascua.
El velo que se descorre no revela únicamente la realidad de Jesús, sino también la realidad del
discípulo que camina con él hacia la cruz y también hacia la resurrección, y está con él en posesión
-por encima de la realidad fenoménica engañosa- de la presencia victoriosa de Dios. En otras palabras,
podemos comparar a la transfiguración con lo que solemos llamar las "comprobaciones", esos momentos
luminosos que encontramos a veces en el viaje de la fe, momentos gozosos dentro de la fatiga cristiana.
No son momentos que se encuentran automáticamente y de cualquier manera; hay que saber descubrirlos. Y
sobre todo no hay que olvidar que su presencia es fugaz y provisional. EL discípulo tiene que saber
contentarse con ellos; esas experiencias tendrán que ser escasas y breves. A Pedro le habría gustado
eternizar aquella visión clara e imprevista, aquella experiencia gloriosa. Se trata de un deseo que
manifiesta una incomprensión de aquel suceso, que no es el comienzo de lo definitivo, que no es la meta,
sino sólo una anticipación profética de la misma. El camino del discípulo sigue siendo todavía el camino
de la cruz. Dios le ofrece una comprobación, una prenda, y es preciso aceptar esa prenda, sin exigencias
de ningún género.
Finalmente, hay un aspecto sobre el que hay que reflexionar y que en cierto sentido parece constituir el
punto central del texto: la orden de "escucharlo". Escuchar es lo que caracteriza al discípulo. Su
ambición no es la de ser original, sino la de ser servidor de la verdad, en posición de escucha.
En conformidad con toda la tradición bíblica, la palabra de Dios que hay que escuchar no tiene sólo un
aspecto cognoscitivo, vehículo de ideas y de conocimientos (en el sentido de que nos revela el plan de
Dios: quién es él, qué somos nosotros, cuál es el sentido de la historia en que estamos insertos), sino
además un aspecto imperativo (lo que tenemos que hacer, la regla que hay que seguir, el punto de vista
que hemos de asumir en nuestras relaciones con los demás y con la historia); finalmente, la palabra de
Dios es una fuerza, un promesa fiel que alcanza su objetivo, a pesar de todos los obstáculos.
Comprendemos entonces cómo esta invitación a escuchar es invitación a la obediencia, a la conversión y a
la esperanza.
Exige no solamente inteligencia para comprender, sino también coraje para decidirse. En efecto, la
palabra que escuchamos es una palabra que nos compromete y que nos arranca de nosotros mismos.
Como cada año, el evangelio de este domingo nos describe la transfiguración del Señor, y, como cada año,
esta descripción está orientada a preparar nuestros espíritus para una comprensión más profunda del
misterio pascual. El relato de Mc es más breve que el de los otros dos sinópticos, pero contiene como
elemento propio (aparte del detalle del blanco de los vestidos que ningún batanero -¿por qué no traducir
"ningún detergente puede imitar"?- la insistencia en el hecho de que los apóstoles no entendieron del
todo qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. Se podría basar la homilía en esta
realidad: nosotros tampoco -pese a la fe en la resurrección de Xto y en la nuestra- no llegamos tampoco
a entender todo el sentido del misterio pascual.
La realidad que se expresa a través de la descripción poética y llena de imágenes del episodio de la
transfiguración, es una experiencia profunda de fe tenida por los amigos más íntimos de Jesús. En un
momento de comunicación profunda, tuvieron la impresión de percibir a Jesús en su verdadera identidad.
Fue un instante de éxtasis, que les hizo entrever la realidad gloriosa de Jesús, pero que aún no les
mostró toda la profundidad de su misterio. Para llegar a entenderlo, de algún modo, fue necesario el
contacto real con la vida, fue necesario que, a través de los sufrimientos y muerte de Jesús -y a través
de sus propios sufrimientos y, más adelante, de su propia muerte-, comprendieran que hay que pasar por
la muerte para llegar a la vida (cf. el prefacio propio de este domingo), médula de la realidad del
misterio pascual. Tampoco nosotros entenderemos qué significa "resucitar" si nos quedamos sólo en el
terreno de la fe contemplativa -y es muy posible que, en el nivel teórico, se nos presenten grandes
dificultades para aceptar este misterio-. En cambio, si descendemos de la montaña de las ideas a la
tierra firme de las realidades diarias, experimentaremos en carne viva lo que significa morir a nosotros
mismos y vivir hacia Dios y hacia los hermanos; entenderemos qué es la resurrección.
La tentación de "hacer tres tiendas" está siempre presente. Es curioso que el hombre se preocupe siempre
por construirle una casa a Dios, cuando el mismo Dios ha bajado a la tierra para vivir en las casas de
los hombres. Dios no tiene tanta necesidad de metros cuadrados para iglesias como de acogida en el
corazón humano. Dios no quiere vivir en un "hotel para dioses" relegado como nuestros ancianos, en una
especie de parkings. Dios quiere vivir en familia con los hombres, andar entre sus pucheros. Por
ambientados que estén nuestros templos, siempre le resultarán fríos a un Dios que busca el cobijo de los
hombres.
El Dios-con-nosotros no puede quedar en una especie de producto situado en un mercado al que se acude
cuando se necesitan servicios religiosos. Dios no es un objeto de consumo. Él es la vida misma del
hombre, pero nosotros nos empeñamos en confinarlo en su casa en lugar de tenerlo como compañero continuo
en el camino de la vida.
El Dios de Jesús no se mantiene en alturas celestiales, sino que nos señala en dirección al mundo y
quiere que como él nos encarnemos -valga la expresión- en nuestra propia carne. Además de nuestra
condición de hombres, hay algo que refuerza nuestro interés por el mundo: nuestra fe. "Los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y
de cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo" (G.S. núm. 1).
El segundo Evangelio sitúa la transfiguración dentro de un contexto en el que, con más claridad que en
los otros sinópticos, se afirman los presentimientos de Cristo relativos a su muerte y a su gloria.
Jesús acaba precisamente de anunciar su Pascua próxima (Mc. 8, 31-32), pero Pedro se ha opuesto
audazmente: no puede admitir que el reino de la gloria y del poder anunciado por los profetas pase por
el sufrimiento y la muerte (Mc. 8, 32-33). Jesús se sirve entonces del ritual de la entronización del
Mesías doliente en la fiesta de los Tabernáculos para convencer a los suyos que solo será mediante el
sufrimiento como conseguirá su mesianidad.
Elevación Espiritual para el día.
No se puede abordar la vida de Jesús a sangre fría, porque ahí se juega el destino del hombre: Jesús se
presenta como el Maestro de la vida.
Sus lágrimas nos conmueven aún más al aproximarse el domingo de Ramos, donde asistimos a una especie de
triunfo del Señor que no le lleva a engaño. Pocos días antes de su crucifixión, lleva sobre sí a toda la
humanidad, a toda la historia, a todo el universo, a la luz de esta revelación formidable que hará de la
muerte de Dios una afirmación de su omnipotencia.
¿Cómo puede llorar Dios? ¿Qué significa esto? ¿No se repite hasta el infinito que Dios es omnipotente?
Pues bien, no: lo que Dios ha revelado al mundo es precisamente el fracaso de un Dios que se revela como
amor, que no es otra cosa que amor. ¿Y qué puede hacer el amor? Sólo amar. Y cuando el amor no encuentra
amor, cuando siempre choca con un rechazo obstinado, se queda impotente, y sólo puede ofrecer las
propias heridas. Si Dios no se hubiese comprometido con nuestro destino y nuestra historia hasta morir
en la cruz, sería un Dios incomprensible y escandaloso. Por suerte, Jesús nos ha librado de un escándalo
y ha abierto los ojos de nuestro corazón: él imprime en lo más hondo de nuestra alma ese rostro de un
Dios silencioso, de un Dios incapaz de obligarnos y que se entrega en nuestras manos, de un Dios que nos
concede un crédito insensato; de un Dios, finalmente, que no puede entrar en nuestra historia sin el
consentimiento de nuestro amor.
Quien no se aleja de sí mismo para tomar contacto con Jesús no puede pretender haberlo encontrado.
Reflexión Espiritual para el día.
No se puede abordar la vida de Jesús a sangre fría, porque ahí se juega el destino del hombre: Jesús se
presenta como el Maestro de la vida.
Sus lágrimas nos conmueven aún más al aproximarse el domingo de Ramos, donde asistimos a una especie de
triunfo del Señor que no le lleva a engaño. Pocos días antes de su crucifixión, lleva sobre sí a toda la
humanidad, a toda la historia, a todo el universo, a la luz de esta revelación formidable que hará de la
muerte de Dios una afirmación de su omnipotencia.
¿Cómo puede llorar Dios? ¿Qué significa esto? ¿No se repite hasta el infinito que Dios es omnipotente?
Pues bien, no: lo que Dios ha revelado al mundo es precisamente el fracaso de un Dios que se revela como
amor, que no es otra cosa que amor. ¿Y qué puede hacer el amor? Sólo amar. Y cuando el amor no encuentra
amor, cuando siempre choca con un rechazo obstinado, se queda impotente, y sólo puede ofrecer las
propias heridas. Si Dios no se hubiese comprometido con nuestro destino y nuestra historia hasta morir
en la cruz, sería un Dios incomprensible y escandaloso. Por suerte, Jesús nos ha librado del escándalo y
ha abierto los ojos de nuestro corazón: él imprime en lo más hondo de nuestra alma ese rostro de un Dios
silencioso, de un Dios incapaz de obligarnos y que se entrega en nuestras manos, de un Dios que nos
concede un crédito insensato; de un Dios, finalmente, que no puede entrar en nuestra historia sin el
consentimiento de nuestro amor.
El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia y el Magisterio de la
Santa Iglesia:
La pasión de Cristo nos coloca ante Dios. Es una pasión querida por Dios. En su plan salvífico
«el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, ser matado y resucitado...». Ese es el pensar de Dios, que Pedro -y demás apóstoles (Mc 9,32)-
«no entiende» (Mc 8,31.33). Pero Jesús, por tres veces, les anuncia su pasión:
Iban de camino a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y le seguían
con miedo. Tomó otra vez a los doce y comenzó a decirles lo que iba a suceder: Mirad que subimos a
Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a
muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de El, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a
los tres días resucitará. (Mc 10,32-34p).
Lucas añadirá los insultos y salivazos... Todo ello para dar cumplimiento a lo anunciado por los
profetas (Lc 18,31). Cristo va a la pasión siguiendo los designios del Padre, en obediencia a la
voluntad del Padre: «Cristo, siendo Hijo, aprendió por experiencia, en sus padecimientos, a obedecer.
Habiendo llegado así hasta la plena consumación, se convirtió en causa de salvación para todos los que
le obedecen» (Heb 5,8- 10).
En su sangre se sella la alianza del creyente y Dios Padre: «Tomando una copa y, dadas las gracias, se
la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por
muchos» (Mc 14,23-24). «Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed todos de
ella, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados»
(Mt 26,27-28; Lc 22,20).